Silyth Aldavir

1.

Los viajeros cuyos caminos se cruzaban con el de Silyth Aldavir, no solían prestarle demasiada atención. Su complexión, movimientos y lenguaje -si es que el viajero tenía la suerte de escucharla murmurar un desconfiado saludo- no tenían nada de particular.

Aún cuando en los últimos años las colonias de elfos se habían visto forzadas a abandonar sus hermosas villas y adentrarse en lo más espeso de los bosques, muchos de ellos, incapaces de adaptarse al nuevo orden de las cosas, saciaban su sed de aventura oficiando de mensajeros entre los dispersos grupos. Es por eso que no era tan extraño para un aventurero, cualquiera fuera su origen, vislumbrar una esbelta figura de largos cabellos, ataviada con ropas de cuero y con un arco en su espalda, que desaparecía entre los árboles con agilidad gatuna.

Por supuesto, eran pocos los que la veían el tiempo suficiente para apreciar tales detalles. Para la mayoría, y sobre todo para las cuadrillas de orcos bárbaros que aún recorrían el mundo en busca de pueblos que aterrorizar o de rebeldes por cuya cabeza pudieran obtener algún dinero, Silyth no era más que una sombra.

2.

Una imperceptible sonrisa se dibujó en el rostro curtido de Daeron Mallyndren, aún antes de ver la ligera flecha negra dar justo en el blanco. Cinco décadas como entrenador le habían enseñado a calcular el resultado de cualquier tiro a mitad de trayectoria, y a veces antes. Solía pensar que sería lo mismo permanecer de espaldas al objetivo y de frente a los niños durante toda la lección, pero las veces que lo había intentado su mirada atenta había puesto nerviosos aún a los más hábiles de sus alumnos, y los resultados habían sido desastrosos.

Por eso ahora se encontraba de espaldas a la pequeña Silyth, a su hermano Elien y al resto de la clase. Tal como Annya a su edad, pensó. Demoró un instante en girar sobre sus talones, justo lo suficiente para borrar de su cara la expresión de orgullo, y miró a la niña. Sus rasgos felinos siempre se acentuaban cuando estaba practicando, dándole el aspecto salvaje que Daeron conocía tan bien: la mandíbula tensa, los ojos entornados y el labio superior elevado dejando entrever los pequeños pero afilados colmillos.

Le había fascinado esa expresión desde la primera vez que la había visto, el día que Marwen había llegado del bosque con la temblorosa criatura envuelta en su capa. Apenas intentó entregarla a su marido para procurarle agua y abrigo, la pequeña se había arrojado al piso y había corrido a agazaparse en un rincón, mirando con desconfianza a los dos hombres que ocupaban la habitación. Él había observado entretenido mientras Thanion intentaba acercarse, recibiendo únicamente rugidos y algún que otro arañazo como respuesta a sus diplomáticos intentos de apaciguar a la niña. -Parece un cachorro de pantera, -había comentado algunas horas después, mirándola dormir en el regazo de Marwen- deberían llamarle Si… Silyth.- Y así había sido. Para el momento del nacimiento de Elien, ya habían dejado de vigilar los caminos esperando ver algún grupo de razorclaws que pudiera regresar a buscarle, y la pequeña pantera, la niña-gato, era una Aldavir más.

Francamente, Daeron se lamentaba de que los años pasaran tan rápido; a sus 14 años, se parecía tanto a su madre y a su hermana mayor, que era fácil olvidar su origen. Sus modales eran impecables, y las lecciones de danza le habían conferido gracia y delicadeza a sus naturalmente ágiles movimientos. Era cierto que su voz no era tan dulce como la del resto de las niñas de su edad, y que no solía vérsela cantando o riendo junto a sus compañeras, pero aún así era difícil notar la diferencia.

Aún ahora, en medio de la práctica, sus rasgos animales desaparecían rápidamente mientras bajaba el arco, dejando paso a un rostro serio pero inexpresivo, que apenas se alteró cuando recibió el empujón de Elien, que furioso por ver al resto de la clase admirarse de la puntería de su hermana, se apresuraba a colocarse en posición de tiro, decidido a hacerlo aún mejor.

3.

-¿Cuántas veces tengo que decírtelo? ¡No puedes venir conmigo!
-¡Ya soy mayor! ¡Déjame acompañarte!
-¡Shh! ¡Vas a despertar a todos!
Silyth bajó la voz pero no dejó de suplicar; su hermana estaba siendo muy poco razonable.
-Daeron dice que soy tan buena como tú, así que si tú puedes ir yo también.
Annya se detuvo y miró a su hermana a los ojos. Pronto la superaría en altura, últimamente parecía que no hacía sino crecer. Crecer y practicar. Y a decir verdad, no había un ápice de exageración en lo que acababa de decir.

-Escucha –dijo con voz conciliadora, tomándola suavemente del brazo-, ni siquiera sé a qué nos enfrentaremos. No sé cuántos seremos ni qué nos pedirán que hagamos. Sé que has escuchado a papá y mamá hablando de los orcos, pero la situación es peor de lo que piensas. Hay… hay cosas que no sabes; por Balinor, ¡hay cosas que ni siquiera yo sé a con seguridad! –sus ojos se humedecieron.- Nuestros padres confían en que los magos intentarán hacer lo necesario para detenerlos, pero no están seguros de que tengan éxito, y no quieren que nos involucremos. Yo estoy dispuesta a arriesgarme, pero no puedo llevarte. Si algo pasara… no… -se interrumpió, intentando contener el llanto.

Silyth abrazó a su hermana. –Está bien. Esperaré a que vuelvas… ya habrá tiempo de que me lleves contigo otra vez. Además, -agregó sonriendo- alguien tiene que asegurarse de que el renacuajo que tenemos por hermano no se meta en líos.

Ambas rieron en voz baja y continuaron caminando juntas hasta el límite del bosque. Se despidieron efusivamente, y Silyth observó a Annya emprender su camino. Cuando se había alejado algunos metros, giró y dijo:

- Oye, con respecto a Daeron… no debes creerle siempre. A veces -una sombra cruzó su cara- dice lo que sabe que quieres escuchar.- Y sin esperar una respuesta, se dio media vuelta y corrió hacia la pradera, que comenzaba a teñirse de dorado con los primeros rayos del amanecer.

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